El encaje roto
Convidada a la boda de Micaelita
Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande
fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente -la ceremonia debía
verificarse a las diez de la noche en casa de la novia- que ésta, al pie
mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía
a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y
enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se
repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora
la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse,
deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos
leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de
muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la
manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la
voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por
Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame
ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis
propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida
concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de
pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el
momento de la ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo
veneras de órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la
novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo,
recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la
mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del
cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y
afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos
elogios, mientras allá, en el fondo, se adivina el misterio del oratorio
revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo
hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve,
sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de
la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por
una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que
envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz,
tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso
-detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica
herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de
ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de
miel-. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso,
ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando
la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases
halagüeñas que le dirigen...
Y, por último, veía aparecer
en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de
aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla
del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo
brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial... Y
ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la
cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio...
Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio
para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención
de los circunstantes.... el obispo formula una interrogación, a la cual
responde un «no» seco como un disparo, rotundo como una bala. Y
-siempre con la imaginación- notaba el movimiento del novio, que se
revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y
amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el
estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un
segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La
novia se ha puesto mala? ¿Que dice «no»? Imposible... Pero
¿es seguro? ¡Qué episodio!... «
Todo esto, dentro de la vida social,
constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue
logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita
negativa.
Micaelita se limitaba a decir que
había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de
volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el
«sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de
la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo
indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios
satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a
la novia engalanada, minutos antes del escandalo, referían que estaba
loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por
nadie. Datos eran éstos para oscurecer más el extraño
enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada
con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.
A los tres años -cuando ya casi
nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita-, me la
encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay
cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la
señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que
una tarde paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que
me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla
no será creída por nadie.
-Fue la cosa más tonta... De puro
tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas
profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo
fijan las niñerías, las «pequeñeces»
más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y
para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que
pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso
ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron
porque fue, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de
Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de
felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más
que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba
enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar
su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le
veía siempre cortés, deferente, blando como un guante. Y recelaba
que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y
avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de
la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a su novio,
ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza
-los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a
varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan
correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi
porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A
pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé
una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el
regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo
Alençón auténtico, de una tercia de ancho -una maravilla-,
de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un
museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual
llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro
debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo
realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la
delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido,
tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas
dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia
el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para
saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle
en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con
tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del
desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno
colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de
Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus
pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la
reconvención y la injuria... No llegó a tanto porque se
encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó
un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el
tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y
se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del
salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me
aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y
menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se
apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía,
la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni
jamás... Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me
arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me
preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible...
Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a
mí propia.... ¡para que lo oyesen todos!
-¿Y por qué no
declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se
hicieron?
-Lo repito: por su misma sencillez... No
se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se
admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman
serias...
«El Liberal», 19 septiembre 1897.