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No te quedes con las ganas

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La sentencia

                                                           La sentencia


Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.

Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.

Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:

-¡Cayó del cielo!

Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:

-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.

                                                                                                  Wu Ch’eng-en

Episodio del enemigo

                                                          Episodio del enemigo


Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón que no volví ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.

Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

—Es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

—Puedo hacer una cosa —le contesté.

—¿Cuál? —me preguntó

—Despertarme.

Y así lo hice.

                                                                                                 Jorge Luis Borges

Brujería del gato

                                                  BRUJERÍA DEL GATO

Por complicidad con la bruja había sido enjaulado el gato.

Los inquisidores sospechaban que podía haber diablo escondido bajo la piel del gato y fue sentenciado a arder en pira aparte, porque podía haber pecado de bestialidad al quemar en la misma hoguera persona humana y animal.

Bien maniatado con cadenas, el gato brujesco produjo un repeluzno de escalofrío entre los asistentes al auto de fe. Había algo de caza luciferiana en la presencia del gato.

La leña de la propiciación comenzó a arder y durante un largo rato se oyeron maullidos infernales, hasta que al final, ya consumida la fogata, se vieron sobre las cenizas dos ascuas que no se apagaban, los dos ojos fosforescentes del gato.

                                                                                   Ramón Gómez de la Serna


La frontera del crepúsculo

                                                 LA FRONTERA DEL CREPÚSCULO


El Centro Comercial había quedado en penumbra, en el límite mismo entre universos. Tanto al este como al oeste seguían alternándose el día y la noche, pero por sus ventanas sólo se filtraba al interior la luz sucia que nacía de su mezcla: un eterno crepúsculo, una promesa de amanecer que nunca terminaba de fructificar. Por puro azar, su planta se alineaba de forma tal que la Grieta lo partía por la mitad. No había ninguna hendidura visible, claro está, pero resultaba patente por la disparidad de los establecimientos que podían encontrarse a cada lado.
El Centro Comercial estaba siempre abarrotado. Las tiendas trabajaban de forma ininterrumpida, mezclándose los trabajadores del turno día con los de noche, pero cada uno en su parte; las tímidas pruebas efectuadas para contratar empleados del universo opuesto habían acabado en locura.
Los respectivos consejos de dirección se habían puesto de acuerdo para cobrar y limitar la entrada. En un momento dado sólo se admitían veinte mil clientes, que se agolpaban asombrados ante los escaparates, adquiriendo algún producto cuya utilidad desconocían o, si eran osados de verdad, escabulléndose en las salas de cine para echar un fascinado y asqueado vistazo a lo que aguardaba agazapado más allá de la penumbra. Sin embargo, en ocasiones, el visitante sentía despertar algo distinto en su interior, como un recuerdo recién formado, un anhelo antinatural. Entonces salía del Centro Comercial por la puerta opuesta a aquella por la que había accedido y desaparecía para siempre del mundo que lo había visto nacer.

                                                                                                        Sergio Mars

La muerte en Samarra

                                                    LA MUERTE EN SAMARRA

    El criado llega aterrorizado a casa de su amo.

   -Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

    El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

    -Huye a Samarra.

    El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.

     -Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.

   -No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.


                                                                   Gabriel García Márquez