TEXTOS SOBRE LA PAZ

             
LA PAZ DURADERA

           La paz duradera es premisa y requisito para el ejercicio de todos los derechos y deberes humanos. No la paz del silencio, de los hombres y mujeres silenciosos, silenciadas. La paz de la libertad - y por tanto de leyes justas -, de la alegría, de la igualdad, de la solidaridad, donde todos los ciudadanos cuentan, conviven, comparten.

         No basta con la denuncia. Es tiempo de acción. No basta con conocer, escandalizados, el número de niños explotados sexual o laboralmente, el número de refugiados o de hambrientos. Se trata de reaccionar, cada uno en la medida de sus posibilidades. No hay que contemplar solamente lo que hace el gobierno. Tenemos que desprendernos de una parte de "lo nuestro". Hay que dar. Hay que darse.

       ¡Los derechos humanos! En los albores de un nuevo milenio, esta debe ser nuestra utopía: ponerlos en práctica, completarlos, vivirlos, revivirlos, reavivarlos cada amanecer. Ninguna nación, institución o persona debe sentirse autorizada a poseer y representar los derechos humanos ni menos aún a otorgar credenciales a los demás. Los derechos humanos no se tienen ni se ofrecen, sino que se conquistan y se merecen cada día.

Fragmentos pertenecientes a “El Derecho Humano a la Paz. Declaración del Director General de la UNESCO”; París, Francia, enero de 1997.
       




SOLDADO SÍ de JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO, Años decisivos (1961)

Madre, dicen que debemos
ir a matar o a morir,
y los que lo dicen, madre,
nos están matando aquí.
Soldado así yo no quiero.
Soldado yo,
soldado contra mi hermano,
soldado no.
Frente al tirano y sus leyes
yo mi corazón pondría
para que volviera el aire,
para que volviera el aire
por tu casa y por la mía.
Soldado así yo sería.
Soldado así,
soldado junto a mi hermano,
soldado así.
    



UNA TARDE DE OTOÑO
 
          Mi hermano perteneció a la 82ª División Aerotransportada que tenía su campo de entrenamiento cerca de Columbus, Georgia. Supimos que le habían enviado al norte de África, pero cuando recibimos la noticia de su muerte nos dijeron que había caído en Francia el 21 de agosto de 1944. Tenía diecinueve años. Esto es lo que recuerdo de la tarde en que me enteré de la terrible noticia.

          No voy a decir que tuve alguna intuición o presentimiento de lo que iba a suceder aquel día. Caminé hacia casa, después de que el autobús del colegio me dejara al final de nuestra calle, sin tener la menor idea de lo que me aguardaba. Recuerdo que era la mejor época del año, uno de esos días dorados de finales de verano, con el otoño en cierne. Las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color preparándose para su intenso canto del cisne, antes de entrar en la sombría estación que nos esperaba.
 
         Corría el año 1944 y yo empezaba mi segundo curso en el instituto. Mi madre y yo estábamos casi siempre solas en la vieja casa de campo que habíamos heredado de mis abuelos paternos. Nuestra pequeña propiedad estaba rodeada de granjas de vacas en el norte del estado de Nueva York. Mi padre trabajaba en el Canal de Barge y sólo venía a casa los fines de semana, en parte debido a la distancia, y en parte, al estricto racionamiento de gasolina que estaba en vigor. Mi hermano se había alistado como paracaidista nada más salir del instituto y había embarcado para ultramar en marzo de aquel mismo año. Sus cartas nos llegaban del norte de África pero dejaban entrever que pronto lo trasladarían a otro destino.
 
            Al entrar en casa por la cocina me di cuenta de que algo había ocurrido. Nubes de vapor ascendían desde la gran cafetera de aluminio colocada en el fuego y varios tarros de cristal vacíos estaban alineados sobre un paño de cocina extendido en la mesa. Otros utensilios para preparar mermelada –cuchillos, cazos y embudos- estaban tirados por todos lados. La caja que contenía los aros de goma rojos que se usaban para cerrar herméticamente los tarros estaba abierta. Parecía como si toda la actividad de aquella habitación se hubiera detenido hacía tan sólo un instante. ¿A qué se debía aquel silencio? ¿Dónde estaba mi madre? Ella siempre me recibía en la cocina cuando volvía a casa. Mientras la buscaba por la casa, recuerdo haberme fijado en un brillante rayo de sol vespertino que iluminaba un cesto de tomates. Estaban resplandecientes en aquel rojo encendido.
Nuestro comedor daba al norte de la casa y siempre estaba oscuro. En la penumbra, vi sobre la mesa un papel amarillo arrugado y en aquel terrible instante me di cuenta de todo. En el papel estaban escritas las palabras más temidas en aquellos tiempos de guerra: “Lamentamos comunicarle…”

Willa Parks Ward
Jacksonville, Florida
        


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