Mitología de un hecho constante
A la madre la habían confiado los dioses el secreto:
“Mientras alimentes la llama de esa hoguera, tu hijo vivirá”. Y la madre,
infatigable, sostenía el fuego, vigilándolo, sin permitir que disminuyese en
intensidad ni altura.
Así pasaron los años. La madre, arrodillada ante el lar,
veía cómo las ascuas alargaban sus alegres brazos escarlata, garantía de la
vitalidad de su hijo. Sin dormirse, hora tras hora, agregaba al montón caliente
nuevos troncos, en vela de su hermosa calentura.
Un día, por la puerta abierta que daba a los campos, entró
una joven blanca, sonriente y hermosa, de paso seguro y ojos que miraban con
gozo y fe al porvenir. Sin hablarle, ayudó a levantarse a la madre, sorprendida,
le hizo un ademán de adiós, y se arrodilló ante el lar, a nutrir ella, la
crepitante llamarada.
La madre no preguntó. Súbitamente comprendía que era su
relevo, que estaba obligada a ceder el turno a la desconocida, a la que se
encargaba desde entonces de sostener el alimento de la incesante llama para que
viviera su hijo.
Y, también en silencio, se salió de la casa y no se fue
lejos; sólo donde podía prudentemente contemplar el humo delicado disolviéndose
en el delicado azul.
Tomás
Borrás
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